El Racionalismo, una de las principales corrientes del pensamiento que confluyeron en el período que dio en llamarse “Modernidad”, se basa en ciertos supuestos que acentúan el papel de la razón, tanto en el acto de conocer como en la legitimación del propio ser y el criterio mediante el cual se construye lo que damos por cierto o “verdadero”.
Si bien el pensamiento racional ha
ejercido una gran influencia en la filosofía occidental ya a partir de sus
orígenes, es con la obra de René Descartes (1596 -1650), que queda fijado como
sistema, de forma concreta y sintética.
Es por esto que se analizarán
algunas de las nociones más importantes expuestas por éste en sus “Meditaciones
metafísicas”, de modo que sea posible
inferir el tipo de sujeto que
plantea, así como también la manera en que es entendido el proceso de conocimiento y el criterio de
verdad derivado de esta concepción.
Luego, se presentarán ciertas críticas
a los supuestos implícitos en esta doctrina filosófica, para lo cual se tomarán
como base los planteos expuestos de dos de los principales pensadores que han
dado los siglos XIX y el XX respectivamente: Friedrich Nietzsche (1844-1900) y
Sigmund Freud (1856-1939), en cuyas obras puede observarse claramente la crisis
epistemológica en la que entra el pensamiento racionalista de la Modernidad.
Descartes,
en la primera de sus meditaciones, plantea como condición para fundar un saber certero
cuyas bases estén exentas de toda sospecha, la necesidad de poner en duda
sistemáticamente todo conocimiento adquirido, tanto a través de la experiencia
sensible como así también al que se llega mediante el propio razonar.
En
primer lugar, Descartes duda de los sentidos, ya que considera que estos, al
ser en ocasiones fuentes de engaño o confusión (tómese por ejemplo el caso de
las ilusiones ópticas o auditivas), no pueden ofrecer ningún conocimiento de
validez universal.
En
un segundo momento, Descartes aplica el recurso metodológico de la duda a los
conocimientos que se producen a partir de la razón. El considerar posible que
un hombre pueda equivocarse en algo tan simple como una suma, le permite suponer
la existencia hipotética de un genio maligno, “tan astuto y engañador como
poderoso, que ha empleado toda su habilidad en engañarme”[1], lo
que impediría encontrar certeza en todo razonamiento.
Es
necesario aclarar que, si bien alguna de las nociones o conceptos presentados
por Descartes (tal como la metáfora del “genio maligno”) puedan parecer
arbitrarios o forzados en la actualidad, la concepción de la razón como
fundamento de la realidad ha influido en toda reflexión filosófica posterior e
inclusive en nuestra propia forma de entender al mundo y a nosotros mismos.
Es
en este punto en el que Descartes, llevando la duda hasta su máxima expresión al
poner en tela de juicio tanto al
conocimiento “sensible” (el adquirido por intermedio de los sentidos) como al
conocimiento “racional” (derivado de toda actividad propia de la razón), cuando
por fin llega a una evidencia que considera irrefutable, evidencia sobre la
cual fundará todo su sistema filosófico: al ejercer la duda está pensando y si
existe pensamiento existe la cosa que lo piensa, lo que significa que, el ser
que piensa debe tener existencia (cogito ergo sum).
Este
razonamiento sirve a Descartes para efectuar una división de la realidad en dos
sustancias: la que piensa (res cogitans) y la que no (la res extensa),
concepción dualista que se emparenta íntimamente a los postulados idealistas de
la Filosofía
platónica.
Esta
dicotomía, que también puede expresarse como “espíritu” y “materia”; “alma y
cuerpo”; “yo” y “mundo”, etc., lleva implícita un preeminencia o supremacía de
una de las sustancias por sobre la otra (la res cogitans por sobre la res
extensa), ya que si bien no es el sujeto quien origina la realidad es su
conciencia la que la fundamenta y legitima.
Por
otra parte, Descartes plantea un sujeto dividido, el cual se encuentra atado a
su cuerpo, el cual a falta de una noción intermedia entre cosa y espíritu, es
clasificado como res extensa, es decir, es concebido como una especie de máquina
la cual es utilizada por una determinada cantidad de tiempo por el espíritu,
una mera pertenencia o instrumento de éste.
A
este respecto cabe citar a Nietzsche, quien en el tercer tratado de su “Genealogía de la Moral ” condena abiertamente esta supuesta supremacía del espíritu
(que conlleva una marcada demonización del cuerpo y los sentidos), actitud que él
considera caracteriza a toda la Filosofía
Occidental :
“Es indiscutible
que, desde que hay filósofos en la tierra (…) existe una auténtica irritación y
un auténtico rencor de aquellos contra la sensualidad (…), igualmente existe
una auténtica parcialidad y una auténtica predilección de los filósofos por el
ideal ascético en su totalidad…”[2]
En la obra de Nietzsche, el
pensamiento dicotómico que caracteriza a la Modernidad no será
enunciado en forma sustancial, como espíritu y materia, sino más bien como
actitudes opuestas respecto a la vida o formas diferentes de encararla, para lo
que utilizará las nociones de “Ideal ascético” y “Sensualidad”.
En este sentido, Nietzsche invierte
la valoración implícita en el pensamiento moderno, considerando el ideal
ascético, como una actitud negadora del mundo, incrédula respecto a los
sentidos, desapasionada.
Por el contrario tanto en la Genealogía como en toda
su obra filosófica es posible encontrar explicitada una revaloración de la vida
terrenal, la corporalidad y los placeres conceptualizada en el término “Hybris”.
Para
explicar esta tendencia orientada hacia el predominio de la razón en menoscabo
del cuerpo y los sentidos presente en todo el pensamiento moderno, Nietzsche sugiere que en sus inicios, la
filosofía, como sistema puramente racional, tuvo la necesidad de enmascararse,
como si de un mecanismo de defensa se tratase, para llegar a ser siquiera
posible.
Esta hipótesis parece justificar la
necesidad de Descartes de restituir su confianza en Dios una vez que ha llegado
a la evidencia del “yo” a partir del propio pensamiento. Entendiendo esta
postura como un disfraz, que le permitió dar curso a su pensamiento, sin llegar
a entrar en conflicto de lleno con la visión del mundo imperante en su época,
materializada por la
Iglesia Católica , que sienta sus bases en la fe y la revelación.
Por otra parte, la postura de Nietzsche
acerca del problema del conocimiento, se opone también, en forma tajante, a las
concepciones modernas, encarnadas por el pensamiento cartesiano:
“A partir
de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por tanto, de la peligrosa y
vieja patraña conceptual que ha creado un “sujeto puro de conocimiento (…),
guardemos de los tentáculos de conceptos contradictorios, tales como “razón
pura”, “espiritualidad absoluta”, “conocimiento en sí””.
Para Nietzsche, todo saber es un
saber perspectivista, lo que equivale a postular la imposibilidad de que pueda
llegarse a un conocimiento absoluto de la totalidad, postura representada en
este trabajo por la doctrina filosófica cartesiana, que concibe a la naturaleza
como pura extensión, pasible de reducir en sustancias simples que sean
accesibles al conocimiento racional, despejando el camino para el desarrollo de
la técnica y la ciencia en general.
Es desde este ámbito desde el cual
se erige el pensamiento de Sigmund Freud, el cual también se replantea el
sujeto que se desprende del sistema filosófico de Descartes y algunos de los
supuestos propios de la modernidad.
En
“Esquema del psicoanálisis”, para analizar la psique del Sujeto, Freud parte de
una concepción dicotómica “Órgano corporal – actos de conciencia” de corte
cartesiano para luego, complejizar esta
concepción al ahondar en las funciones o procesos propios de la vida anímica
del individuo.
Esta
problematización se hace patente respecto a la noción de “yo”, la cual deja de ser
planteada como evidencia de la existencia y justificación de la preeminencia de
la razón o “cogito” por sobre la extensión,
para pasar a ser considerado como una de las instancias psíquicas, que cumple
una determinada función dentro de un sistema más complejo.
Según
Freud, en el “ello”, “la más antigua de estas provincias o
instancias psíquicas”[3] tienen lugar las pulsiones primarias, impulsos
que parten de la organización corporal y exigen una inmediata satisfacción. Es a partir del “ello” que se desarrolla el
“yo”, instancia que oficia de mediador entre la realidad exterior y las
necesidades del “ello”.
A
su vez, a raíz del período en que el sujeto vive con sus padres, se forma
dentro del “yo”, una tercera instancia en la que se prolonga el influjo de éstos
y se depositan los diversos mandatos y prohibiciones que le son impuestos al
individuo por la sociedad, efectuando una especie de control sobre la tarea
desempeñada por el “yo”.
De esta descripción del aparato psíquico,
se desprende un concepto de “Sujeto” que
deja de ser entendido como una mera “cosa que piensa”, para pasar a orientarse hacia
la búsqueda del placer, producida por la satisfacción de ciertos deseos, de los
cuales el individuo no es consciente.
En
este punto es posible observar que, tanto Freud como Nietzsche, coinciden en
resaltar la importancia los apetitos
primarios y las necesidades corporales en la vida del Sujeto, replanteando la
concepción moderna del término, que Descartes fundamentaba en la conciencia, a
través de la razón.
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