miércoles, 15 de junio de 2011

Consignas del Parcial de Semiótica II

Instituto de Formación Docente Nro. 19

Profesorado de Lengua y Literatura

Semiótica II

Prof. Hernán Morales

Alumno:

Primer Parcial



1) Según Umberto Eco,

a) ¿cuál es el objeto de la investigación semiótica?
b) ¿qué comprende un proyecto de semiótica general?
e) ¿cuáles son las dos hipótesis sobre la cultura?

2) ¿Por qué hablamos de "dos generaciones semióticas"? ¿Cuáles son las diferencias
entre ambos enfoques?

3) Explica el concepto de función semiótica.

4) ¿Qué características tiene el modelo comunicativo elemental? ¿Por qué resulta
insuficiente?

5) Lee el fragmento de la novela El nombre de la rosa y realiza lo solicitado:

a) Ubique ejemplos de signos y determine qué tipos de signos son. Justifique.



Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio, con dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia un lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los pinos de hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural, blanqueado por la nieve.

-Rica abadía –dijo-. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas.

Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:

-Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio da Varagine, el cillerero del monasterio. Si sois, como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú -ordenó a uno del grupo-, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el recinto!

-Os lo agradezco, señor cillerero -respondió cordialmente mi maestro-, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque al llegar al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente…

-¿Cuándo lo habéis visto? -preguntó el cillerero.

-¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? -dijo Guillermo volviéndose hacia mí con expresión divertida-. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho.

El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al sendero, y, por último, preguntó:

-¿Brunello? ¿Cómo sabéis…?

-¡Vamos! -dijo Guillermo-. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la derecha, os digo, y, en cualquier caso, apresuraos. 

El cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión, cuando, mordido por la curiosidad, estaba por interrogar a Guillermo, el me indico que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde escuchamos gritos de júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron monjes y servidores, trayendo al caballo por el freno. Pasaron junto a - nosotros, sin dejar de mirarnos un poco estupefactos, y se dirigieron con paso acelerado hacia la abadía. Creo, incluso, que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para que pudieran contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo tenido ocasión de apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí que deseaba llegar a la meta precedido por una sólida fama de sabio.

-Y ahora decidme -pregunté sin poderme contener-. ¿Cómo habéis podido saber?

-Mi querido Adso -dijo el maestro-, durante todo el viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un gran libro. Alain de Lille decía que omnis mundi creatura/ quasi liber et pictura/ nobis est in speculum pensando en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios, a través de sus criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún más locuaz de lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo caso siempre lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y en esto es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que deberías saber. En la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con mucha claridad las improntas de los cascos de un caballo, que apuntaban hacia el sendero situado a nuestra izquierda. Esos signos, separados por distancias bastante grandes y regulares, decían que los cascos eran pequeños y redondos, y el galope muy regular. De ahí deduje que se trataba de un caballo- y que su carrera no era desordenada como la de un animal des bocado. Allí donde los pinos formaban una especie de cobertizo natural, algunas ramas acababan de ser rotas, justo a cinco pies del suelo. Una de las matas de zarzamora, situada donde el animal debe de haber girado, meneando altivamente la hermosa cola, para tomar el sendero de su derecha, aún conservaba entre las espinas algunas crines largas y muy negras… Por último, no me dirás que no sabes que esa senda lleva al estercolero, porque al subir por la curva inferior hemos visto el chorro de detritos que caía a pico justo debajo del torreón oriental, ensuciando la nieve, y dada la disposición de la encrucijada, la senda sólo podía ir en aquella dirección. Sí -dije-, pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes… -No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí. Decía Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo exige «ut sit exiguum caput et siccum prope pelle ossibus adhaerente, aures breves et argutae, oculi magni, nares tulae erecta cervix coma densa et cauda, ungularum soliditate fixa rotunditas». Si el caballo cuyo paso he adivinado no hubiese sido realmente el mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué no sólo han corrido los mozos tras él, sino también el propio cillerero. Y un monje que considera excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen de las formas naturales, tal como se lo han descrito las auctoritates, sobre todo si -y aquí me dirigió una sonrisa maliciosa- se trata de un docto benedictino… Bueno -dije-, pero, ¿por qué Brunello?

¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo mío! -exclamó el maestro-. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta el gran Buridán, que está a punto de ser rector en París no encontró nombre más natural para referirse a un caballo hermoso?

Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como veremos, habrían de serle bastante útiles en días que siguieron. Además, su explicación me pareció al final tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó borrada por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto que casi me felicité por mi agudeza. (…)

1 comentario: